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dr e la que no haya estudiado la gravedad de sus deberes,
la altura de su misión y la terrible responsabilidad que
tiene ante la familia y la sociedad. Mas para atender á la
educación de la mujer, bastará con que desde la más tier-
na infancia se le haga ingresar á los colegios? ¿Acaso por
el solo hecho de que la mujer posea ciertos conocimientos
y cierto grado de ilustración, ya está libre de la seducción,
de ese temible enemigo del sexo débil? La vida práctica
y la historia demuestran lo contrario, y ambas nos pre-
sentan á las pasiones dominando en todas las clases so-
ciales, sin exceptuar á las personas de notoria instrucción,
quienes en no pocos casos sienten más su tiranía. Preciso
es convencerse en vista de esto, de que si la ignorancia y
la necesidad prestan gran contingente al vicio, también
los principios fijos y la debilidad de creencias son las que
hacen olvidar los más sagrados deberes á todas esas infor-
tunadas mujeres que á cada paso nos presenta la civiliza-
ción moderna, hundidas en el cieno de la prostitución.
Necesario es prescindir de esa educación que reciben
las jóvenes en algunos colegios, que sólo contribuye á fo-
mentar la vanidad de la mujer, proporcionándole ideas
que más tarde la llevan á creerse sabia porque habla más
ó menos bien el inglés y francés, toca medianamente al-
gún instrumento, dirige el lápiz sobre el papel satinado,
tiene algunas nociones de historia y geografía y sabe de
memoria algunas fórmulas sociales; y creyéndose con es-
to rica de sabiduría y dando por terminada su educación,
rehusa inspeccionar los trabajos de sus criados; conceptúa
iudecoroso de su ilustración confeccionar sus trajes y ves-
tir con sencillez y se ocupa únicamente de mil bagatelas
y frivolidades. Esta falsa y decantada ilustración, es la
que proporciona á la mujer un amor propio sin límites, un
orgullo insoportable, una extremada fatuidad y una odio-
sa altivez. Esta es la llamada instrucción que posee esa
multitud de frívolas jovencitas que encontramos á ca-
da paso en la sociedad, donde se hacen notar, por lo que
nombran despejo, vivacidad é ingenio y que yo llama-
ré, desenvoltura y pedantería, por no darle otro nom-
bre. Austeras en su moral y voluptuosas en su conducta,
hablan constantemente de virtud, al paso que anhelan el
placer: no buscan en el matrimonio más que los deleites
del lujo y del amor, desechando los deberes de la: mater-
nidad: elogian á la humildad, y se sonrojan de saludar en
presencia de otros á algunas de sus amigas, cuya fortuna
no es igual á la suya: el deseo de captarse la admiración
dle todos, las hace ser inconstantes y sin principios fijos.
Sin piedad, sin religión, sin moralidad, sin plan y sin prin-
cipios, concluyen por causar la desgracia de su esposo, si
algún desgraciado cautivado por su hermosura física ó
por su aparente y superficial ilustración, les ofrece su co-
razón y su mano.
El único recurso que hay (en mi humilde opinión) para
evitar ese cámulo de males que redundan forzosamente
en perjuicio de la sociedad, prescindiendo de toda preocu-
pación, es no formar bachilleras y séres inútiles para todo
lo que no sea cubrirse de afeites, lazos y perfumes, sino im-
partir á la mujer una sólida enseñanza sobre bases reli-
giosas, de las que no se puede prescindir, sin acabar con
la sociedad. No basta la ley civil para evitar el vicio; es
necesario un temor superior, una esperanza más sublime
y menos flexible. La ley civil anatematiza por ejemplo, el
adulterio, pero sólo desde que este crimen se presenta ante
ella; esto es, desde que es un hecho y se manifiesta al ex.
terior; mas la virtud y la religión lo condenan desde que
la imaginación lo concibe permitiéndolo la voluntad.
Necesario es que las madres, convirtiéndose en amoro-
sas maestras, guíen siempre los primeros pasos de sus
hijas hacia la instrucción, y que sólo hasta que en el infan-
til corazón de la mujer estén profundamente grabadas las
ideas de virtud, religión, amor filial, modestia, laboriosi-
dad y demás sentimientos que la trasforman en un sér
amable y privilegiado, le toque su vez á los maestros, que
hallando el terreno bien preparado, encontrarán discípu-
las inmejorables, dóciles y atentas á sus explicaciones.
Lo primero que se debe inculcar á una niña es el amor
á la virtud, á la religión y á la fe: esta, es el único y más
seguro refugio que nos queda en la adversidad, y el pedes-
tal inmutable de todas las virtudes.
Un corazón sin fe, es un erial, un árido desierto, un
campo estéril é infecundo, ajeno á todo cultivo y que no
ofrece ni rosas aromáticas, ni frutos deliciosos.
¡Cuántas veces en los pesares de mi vida, en que mis
ilusiones se han trocado en la más espantosa realidad, de-
jando en mi pecho un vacío terrible y desconsolador, he
encontrado un suave lenitivo en los sentimientos de fe
que mi buena madre y mis sabias profesoras grabaron en
mi corazón!
La franqueza, la dulzura, la inocencia y el pudor, con-
servan la virtud; los vicios por el contrario, la alejan. Para
conservar en nuestra alma tan preciada joya, se debe sa-
crificar sin vacilación alguna las exigencias de la vida
material. La laboriosidad, es la segunda base de la edu—
cación femenil, haciendo que la mujer adquiera en el
amor al trabajo, una segunda naturaleza. Desde que la
mujer se halla en las albores de la vida, se la-debe acos-
tumbrar á levantarse con la aurora, haciendo que ayude
en mayor ó menor escala según su edad, al aseo de la
casa y el suyo propio, de manera que á la bora del des-
ayuno, se halle vestida, limpia y peinada, y tenga apren-
dida alguna de sus lecciones. Siempre se le debe instruir
con preferencia en todos log conocimientos necesarios al
hábil gobierno de una casa, y lespués, desarrollar su in-
teligencia, para presentarla en la sociedad rica de ador-
nos morales, más bellos, útiles y preferibles que los cha-
les, gasas y blondas.
Una joven debe aprender forzosamente toda clase de
trabajo doméstico: á distribuir el tiempo para sí y para
sus criadas: á llevar la cuenta del gasto diario y á no de-
sear nada más de lo justo, ni á envidiar el lujo y posición
de las demás.
Necesario es que desprecie por vanos, ridículos, an-
ti-estéticos y anti-higiénicos, todos esos caprichos de
la moda que nos vienen del extranjero y por cuya adqui-
sición, doloroso es confesarlo, sacrifican multitud de mu-
jeres la paz de su hogar y el patrimonio de sus hijos.
¡Cuán pocas son las damas que dejan un periódico de
modas para sucribirse á otro de ciencias y literatura! En
cambio á muchas he visto enrojecerse de vergiienza cuan-
do no van vestidas á la dernière.
Ojalá que todas las mujeres adquiriesen una profesión,
arte ú oficio conforme á su inteligencia, aptitud y fortuna,
para que le sirviese de escudo contra la miseria en todas
las eventualidades de la vida, cuidando de que esto no
sirva únicamente para halagar su vanidad, sino para pro-
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