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ni tenían ayuntamiento con sus mujeres; y, en estos
días, pedían a su dios que les diese victoria contra
sus enemigos y que, si otra tal como la pasada
les diese, que, tantos cuantos presos o vencidos
tomasen, de tantos le harían sacrificio para que
tuviese bien que comer. Y le pedían y suplicaban
recibiese los vencidos que de presente le
ofrecían. Y, acabados los cinco días, mandaban
traer los indios que habían de ser sacrificados
y subíanlos a un alto de cinco gradas, donde estaba
una piedra redonda y bien labrada, y allí
los subían con dos padrinos a los lados, que los
traían del brazo; echábanlos en aquella piedra
de espaldas y un verdugo que allí estaba, muy diestro
y para este efecto señalado, mancebo virgen y que
no hubiese tenido ayuntamiento con mujer, con
mucha presteza les habría con una navaja aguda el
lado del corazón y sacábansele. Y los teopixques
o sacerdotes iban luego con el corazón de los
muertos y, en aquella cajuela o petaquilla donde
el ídolo estaba, metían el corazón y decíanle
que comiese de aquel corazón y bebiese de aquella
sangre; y, acabado que comía de los corazones,
repartían los cuerpos entre ellos, por todos los barrios,
y comíanselos, cocidos, con mucho contento y mitote,
que quiere decir “baile”, y éste era el remate de
su fiesta.

Sus leyes [y] ritos y castigo eran que, de cada barrio,
señalaban cierta cantidad de soldados para la guerra
y, los que de estos faltaban, morían por ello. El género de
muerte que les daban era darles con una maza en el
cogote, hasta que morían. Si alguno era ladrón, era aborrecido
en gran manera y moría por ello; y, el que levantaba
testimonio, moría por ello. Y los padres no
encargaban otra cosa a sus hijos, sino que fuesen animosos
y valientes, y que no hurtasen ni levantasen
testimonio, porque, de más de que habían de ser

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