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EDUCACIÓN DOMÉSTICA
(CONTINÚA)

El rey de la Creación, lectoras mías, cuando llega á sus
vastos dominios, no se presenta altivo, imponente, segui-
do de una deslumbradora corte que se dispute la honra
de satisfacer sus más ligeros caprichos: al contrario, el
sér que con tanta suficiencia se declarará más tarde el
dueño absoluto de todas las cosas, es al principio un sér dé-
bil, endeble, impotente ni aun para atender por sí mismo
á su conservación y rodeado de invisibles pero poderosos
enemigos que acechan siempre una oportunidad para he-
rirlo. ¡Ay de él entonces si no tiene una madre previsora,
solícita é instruida que evite los peligros que le rodean,
¿sustituyéndolos con los medios que deben conservarlo,
desarrollarlo y conducirlo á su perfeccionamiento!

La primera obligación de la madre, mejor dicho, el más
dulce de todos sus deberes, es atender á la conservación
de su hijo; y para lograrlo debe estar prudentemente ins-
truida en las reglas generales que nos da la Higiene, y
sin las cuales no podría ayudar á la Naturaleza en su des-
envolvimiento, ó entorpecería éste interpretando mal esas
reglas.

El armónico desarrollo de los tres grupos de facultades
que constituyen al sér racional, debe estar siempre bajo
la dirección y vigilancia dé la madre. Esta, desde el pri-
mer momento de la existencia de su hijo, consagra todos
sus afanes á la conservación de su salud; pero cuántas
veces por una deplorable exageración en las reglas higié-
nicas, convierten las madres en un verdadero mal el me-
dio que debía contribuir al bienestar físico del sér que
les es más caro en el mundo! y en este caso, es preferible
que la mujer ignore esas reglas, y que tenga sólo por guía
su delicado instinto maternal y su ternura infinita, pues
esto le bastará para saber, sin haberlo estudiado nunca,
cuidar del alimento de su hijo, velar su sueño, evitando
todo lo que pueda interrumpirlo, atender á su aseo perso-
nal y al de sus ropas, jugar con él con esa encantadora
inocencia de las madres que vuelven á ser niñas con sus
hijos; en una palabra, consagrarse por completo al cuida-
do del débil sér que está bajo su cariñosa protección. Si
juzgamos preferible la ignorancia al abuso, es por las de-
plorables consecuencias que este produce: madres hemos
visto que creyendo cumplir con los preceptos higiénicos,
convierten á sus hijos en verdaderas máquinas que no se:
han de mover sino con escrupulosa regularidad, contra-
riando así su actividad natural; que no han de dormir si-
no las horas que previene la Higiene, aun cuando estén
dotados de una constitución delicada que requiera más
horas de reposo; que no han de alimentarse sino cada véz
que lo manda la Higiene, á quien declaran el tirano más
exigente de su familia, sin comprender que la actividad
de las funciones fisiológicas es mayor en los niños que en
las personas adultas, y que necesitan comer para satisfa-
cer dos fines: el de nutrición y el de crecimiento; quizá
por eso Rousseau aconseja que el armario del pan esté siem-
pre abierto para el niño.

La Naturaleza indica siempre lo que necesita, y no de-
bemos contrariarla, seguros de que si la ayudamos pru-
dentemente, ella recompensará con creces lo que hagamos
en su favor.

Una de las cosas más importantes, una de las condicio-
nes precisas, sin la cual todo lo que se haga para dirigir
la educación física será imperfecto, es el aseo, cualidad
preciosa, inseparable compañera del orden y de la regu—
laridad, y la cual hace juzgar á primera vista del mérito
intrínseco de una mujer.

No será, pues, nunca superfluo, nada de lo que se haga
en su favor, y menos aún tratándose de los niños, para
quienes el aseo es, podemos afirmarlo, un elemento vital.
Así, una madre que comprenda el aseo como una necesi
dad, cuidará siempre de conservar en las mejores condi-
ciones el lugar en que viven Sus hijos.

El vestido es otra de las necesidades que vemos con
demasiada importancia, considerándolo como adorno, y
con muy poca ó ninguna juzgándola como el medio de
preservarnos de la temperatura y para dejar al cuerpo la
libertad de los movimientos, sin la, cual no puede haber
gracia ni naturalidad.

(Continuará)

MATEANA MURGUÍA DE AVELEYRA,

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